
Estaba en su primera comunión. Anahí observó aquella
hostia, casi tan grande como las manos del sacerdote, en representación del
cuerpo y alma de Cristo Nuestro Señor. Detrás del sacerdote, se encontraba la
imagen del hijo de Dios, crucificado, con la expresión de tremendo sufrimiento
y dolor, seguramente observando el cielo y exclamando: “¡Señor mío, Dios mío!
¿Por qué me has abandonado?”
- Esta
es mi sangre que será derramada por ustedes y por todos los hombres para el
perdón de los pecados. Hagan esto en conmemoración mía.
Anahí observó la copa de plata, donde el sacerdote
derramó el vino en representación de la sangre de Cristo. Las manos le
temblaban, como si realmente tenía la sangre derramada por las heridas causadas
con el látigo, los golpes, la corona de espinas y los clavos. La niña volvió a
dirigir su mirada en la imagen de Jesús, como si quisiera ver qué expresión
ponía al ver su sangre repartida ante los fieles que asistían a aquella
milenaria ceremonia.
Cuerpo y sangre. Sangre y cuerpo. Al recibir la hostia,
le dijeron a Anahí que se aseguraba la salvación. ¿Salvarse de qué? Si los
humanos ya adquieren el pecado original al nacer. Con solo respirar ya se ha
cometido pecado. El solo pensar es pecado. Todo es pecado. Por eso, debía
confesarse, asumir su culpa y aceptar el espíritu del Señor con la sagrada
Eucaristía. La hostia estaba ahí, como promesa de estar cerca de la salvación,
por más que ya estaba corrompida desde su nacimiento.
Llegó el momento de recibir la hostia. Anahí formó fila,
junto con otros niños que se adentrarían por completo al mundo de Dios. El
sacerdote tenía las hostias dentro de otra copa de plata. Todas tenían el
tamaño de una moneda de mil guaraníes, por lo que Anahí intentó calcular
cuantas hostias se podían crear con un cuerpo si tenían ese tamaño.
Cristo estaba ahí, con su mirada de sufrimiento,
recordándoles a todos que lo que pereció fue para salvar a la humanidad. ¿De
qué? Le dijeron que del pecado. Necesitaba perecer para abrir las puertas del
cielo. Aún así, no todos eran aptos para disfrutar del Paraíso. Entonces, ¿Para
qué sufrir? Si al final todos nacieron con el pecado original y condenados de
por vida al infierno o purgatorio. Pecado, culpa. Culpa, pecado. A Cristo no le
sería nada agradable que comieran su cuerpo, bebieran su sangre. Anahí sentía
que, al menos, a ella no le gustaría que otras personas le comieran. Y estaba
segura de que ni a sus compañeros de catecismo, ni a sus padres, ni siquiera al
mismo sacerdote, les gustarían que se les comieran.
Ya estaba cerca. Respiró hondo y rechazó todo
pensamiento negativo. Si tenía que hacerlo, era por el bien de su alma. Bajó la
mirada para no seguir viendo a Cristo crucificado y agonizante. Solo observó la
hostia, que para nada parecía ser hecha con el cuerpo de alguien. Solo era un
pedazo de pan, hecho con harina y trigo. Sus ingredientes nacieron de la tierra
y todo lo que crecía en la tierra era para alimento. Eso la calmó y, cuando
sintió la textura de la hostia con su lengua, no sintió que recibía el cuerpo
de Cristo, sino la abundancia y nutrición de las entrañas de la tierra.
Una vez que tragó la hostia, volvió a su asiento y
sintió que seguía portando con la cruz del pecado. Pero, al menos, ya no sentía
la angustia de probar el cuerpo de Cristo. Su alma podía irse en paz.
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