Todos los días la niña iba al mercado y vendía sus naranjas. Era lo único que se le ocurría hacer para sobrevivir. A pesar de que no tenía tanto éxito con sus ventas, el dinero ya le alcanzaba para comprar comida y bebida. Pero no para comprarse cosas bonitas con que siempre soñó.
Sin embargo, lo que más quería era un vestido que se vendía frente al sitio en donde trabajaba. El vestido era celeste, con bordados de gatitos rosados y un hermoso moño en la cintura. Siempre soñaba con, aunque sea, ponerselo una sola vez y pasearse por la calle como una niña rica. Y por ese sueño, trataba de vender el doble de las naranjas, aunque todo intento fue en vano. Rebajaba los precios, seleccionaba las naranjas más bonitas, lanzaba elogios a las personas que pasaban… pero seguía obteniendo la misma cantidad de dinero de siempre.
Un día, mientras estaba vendiendo como de costumbre, vio que una señora se paró frente al vestido. La pequeña vendedora tuvo un mal presentimiento, por lo que olvidó su venta y se acercó disimuladamente a la señora. Ésta, que no se percató de su presencia, siguió observando el vestido con asombro, con deseo de tenerlo y con ganas de entrar al negocio para comprarlo. La niña no entendía cómo a una señora le podría gustar un vestido para niñas, hasta que le vino en la mente de que esa señora compraría el vestido para una hija que tendría.
Y, al pensar en esa posibilidad, la naranjerita deseó ser la hija de esa señora y no una simple vendedora de naranjas.
La señora dejó de mirar el vestido y entró en la tienda. Como dejó la puerta abierta, la niña entró con disimulo. Así comprobó que la mujer realmente compraría ese vestido.
Escondida detrás de un estante, la niña escuchó la conversación de la señora con el vendedor de la tienda.
- Buenas, quisiera saber el precio del vestido de niña que está en la vidriera.
- ¿Se refiere al vestido celeste con bordado de gatitos rosados?
- Sí, de ese mismo. Quiero comprarlo para mi hija.
- Espera, que veré su precio.
El dueño abrió un libro, donde estaba el catálogo de todas las ropas que vendía, con sus precios y descuentos. Cuando encontró el precio del vestido, se lo dijo a la señora y le ofreció un descuento del 20%
- Lo compraré con el descuento. Quiero ese vestido envuelto en papel regalo, si es posible.
- Como no, señora. Enseguida se lo voy a envolver como usted lo desea.
El dueño del local puso el vestido en la mesa en donde se envolvían los regalos.
Luego de elegir un hermoso papel para envolverlo, la niña no pudo aguantar más y, aprovechando la distracción de ambos, les sacó el vestido y empezó a correr hasta la puerta.
Ya cuando creía que estaba libre de ellos, su pollera se enganchó en el picaporte. Trató de librarse, aunque eso haría que la pollera se rompiera más de lo que ya estaba. Pero no le importó, total, ya tenía el vestido que tanto le gustaba. Por lo cual sería un gran reemplazo de los harapos que comúnmente usaba.
Aún así, por más que estiraba, no lograba desprenderse. Parecía como si la puerta misma no quisiera que escapase.
Por esa misma razón, el vendedor la atrapó con mucha facilidad. Le desengachó la pollera de la puerta con violencia, le dio un fuerte coscorrón en la cabeza y le sacó el paquete que contenía el vestido.
La pobre niña empezó a llorar.
- y… yo solo quería… ese… vestido… pero nunca… lo tendré… mientras no tenga… el dinero… para… comprarlo… como… esa señora…
la señora, al ver cómo la naranjerita lamentaba no poder tener el vestido, se compadeció de ella. Total, ya podía comprarle otro vestido a su hija. En cambio, la naranjerita nunca tendría esa oportunidad.
- Quiero comprar otro vestido. Éste se lo doy a la niña.
- Pero señora, yo…
- No te preocupes por el precio. De todas maneras, Dios premia a los que ayudan a los necesitados.
El dueño de la tienda tragó saliva. Esa niña siempre había estado frente suyo, vendiendo naranjas todos los días, contando domingos y feriados. Y nunca, ni siquiera le compró ni una naranjita para ayudarla. Por esa gran desconsideración, le dio el vestido a la niña y le mostró otros vestidos a la señora.
La pequeña, al ver que por fin obtuvo lo que siempre quiso, fue rápidamente a su casa, se probó el vestido y sintió que, poco a poco, volvía a creer en la esperanza de una vida mejor. Solo dependía de cuál puerta debía cruzar y con qué propósito lo haría.
No se equivocó. En los días venideros, su vida mejoró poco a poco.
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