El saludaba. Yo contestaba. No sabría decir bien cómo habíamos logrado un acuerdo, siendo de dos mundos diferentes… dos bandos que eternamente se enfrentan entre sí.
Aquella noche de luna llena, bajo el muérdago de nuestros pesares, el pacto que nos hemos propuesto fue llevado a cabo. Tuvimos placer, a la par que sufrimos. Siempre se habla del sufrimiento como se habla del placer… y más aún cuando ya nos dominan.
Aquella noche, nos dejamos llevar. Me sorprendió la forma en que me invadía, como una sensación nueva el cual había olvidado.
Con las manos en las rodillas, a causa de la presión contra mis nalgas, contra las plantas de mis pies… sus manos iban presionando mis rodillas, mientras me preguntaba qué era lo que presionaba contra las nalgas, contra las plantas de los pies. ¿Será el suelo al cual estábamos apoyados? ¿O la sensación de que teníamos que afrontar lo prohibido?
Sé que tenía los ojos abiertos, a causa de las lágrimas. ¿Será por el dolor?
Él, al ver mis lágrimas, trató de limpiarlas con sus labios, de consolarme y de decirme que nada iría a pasar. No era eso la causa de mis lágrimas. Sabía que tenía miedo, pero no era eso la causa de mi llanto.
Temía que eso terminara, porque todo aquello que hacemos o vemos siempre tiene un fin. Él lo comprendió, dado que sentía lo mismo. Por lo que, aquella noche, decidimos disfrutar el presente. Uniendo aquel sufrimiento en uno, mezclarlo con el placer, por más diferentes que sean el uno con el otro. Pero también aprendimos que, aunque les entreguemos cada vez un alma y un cuerpo modificados por la vida, nunca conoceremos del sufrimiento y del placer en todo su esplendor.
Y así como él y yo somos de dos bandos diferentes, lo son también el sufrimiento y el placer. Pero de algo estoy segura, desde el momento en que se llevó a cabo el pacto: aquella criatura que se formó del placer y sufrimiento, del que no sé nada en estos momentos, unirá, de alguna u otra forma, los dos mundos a lo que pertenecemos, se acabarán las diferencias y el amor volverá a nacer.
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