Los rostros se desfiguraban, como si estuviesen por detrás
de un vidrio empañado por la neblina. Mi respiración se me dificultaba. Aquello
era tan surreal, como si fuese parte de una pesadilla del cual no podía salir.
Lágrimas, gritos, suspiros… todo pasaba a mi alrededor como una brisa de viento
sur.
Mi vista solo iba dirigida a aquel cajón cerrado, hecho de
madera y totalmente oscuro, como si viniera de las entrañas de un bosque
embrujado.
Ella estaba ahí. Lo sabía. No me dejaron ver el rostro. Su
cuerpo estaba cubierto por aquellas sábanas blancas que, a su vez, estaban
protegidas por aquel rígido ataúd, tal cual la niebla ensombrece al cielo.
Intentaba recordar su voz. Pero solo escuchaba el murmullo,
las lágrimas y los suspiros.
Entonces, sentí que estaba en el medio del desierto. Pero no
era un desierto cualquiera, sino un desierto de arenas de sangre y cielo negro,
sin luna y con una densa neblina. Aquello me asfixiaba, me hacía perder la
razón, me incitaba a la locura. Solo deseaba que la pesadilla terminara, volver
a la normalidad.
Las lágrimas volvieron. Era lo único que me mantenía a
flote, hasta que me secara de vuelta y el delirio retornara para atormentarme.
Y entonces, todo se calmó. Los rostros desaparecieron, así
como también aquellos murmullos y gritos de dolor. El cajón también desapareció
y, en su lugar, apareció una mujer. Estaba de espaldas y, como todo estaba
oscuro, no podía precisar quién era. Un instante después, se dio la vuelta y la
reconocí. Logró salir del ataúd y mostró una media sonrisa, lo cual me
emocionó. Aún así, sabía que ya no la vería todos los días. Debía partir, como
lo ordena la ley de la vida. Lo único que podía hacer era devolverle esa
sonrisa y desearle buena suerte en el viaje. De todas formas, algún día llegará
mi turno y podré seguirla.
Quisiera llamarla, pero la molestaría. Mejor que siga
descansando y permanezca viva en mis recuerdos y en la memoria colectiva.
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