Eternidad. Qué palabra más extraña. Desde siempre, los
humanos han temido la idea de la muerte, por lo que, constantemente, han creado
mil métodos para permanecer “por los siglos de los siglos”. En el ámbito
artístico, de varias maneras, se ha tratado de inmortalizar a las personas por
medio de poemas, dibujos, esculturas y otras formas de manifestación artística.
Pero no solo los humanos desean ser inmortalizados. También los
acontecimientos, triunfos, sentimientos y momentos buenos o malos. Inconscientemente,
intentamos transmitir a otros aquello que vemos y que, difícilmente, lo vean
los hijos de nuestros hijos. Sin embargo, lo irónico de esta situación es que,
la mayoría de las veces, esas “eternizaciones” se deterioran con el tiempo o,
aún peor, caen en el olvido. Cuando algo se olvida, es como si nunca hubiese
existido. Por lo tanto, se podría decir que el objetivo del artista no se
realizó. ¿Es entonces el momento de lamentar el no poder alcanzar la
inmortalidad? ¿Para qué seguir dibujando, escribiendo o realizando arte si,
después de un tiempo, no perdurará? Existen muchas obras que datan de más de
cinco mil años, pero existirán miles que se perdieron con el transcurso de los
siglos. Batallas no narradas, héroes olvidados, sueños sin ser realizados, deseos
incumplidos… ¿El destino? ¿Son las generaciones posteriores las que
determinarán lo que vale la pena inmortalizar? No podemos saber a ciencia
cierta si nuestro arte perdurará. Ante esa intriga, seguiremos creando arte
hasta que se destruyan las ilusiones, las metas a seguir o, incluso, hasta que
se apaguen nuestras vidas.
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