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viernes, 22 de julio de 2011

Borrachera

Ya era la séptima latita de cerveza que se estaba bebiendo. Aún así, no era suficiente para Ernesto. Por lo tanto, abrió la heladera y tomó la última lata que le quedaba.
Mientras bebía, una chica se acercó lentamente a él. Ernesto no la veía, dado que le daba la espalda. Pero pudo sentir su presencia. Enseguida dejó de beber.
- ¿Aún seguís bebiendo?- le dijo la chica.
- ¿Y qué querés que haga?- le contestó Ernesto, sin tener energías para darse la vuelta y mirarla- es lo único que me calma.
La joven rodeó a Ernesto y se puso frente a él. Ambos se miraron fíjamente, hasta que Ernesto no aguantó más y desvió la mirada.
- Ya no aguanto verte así- le dijo la chica, con una voz neutra y calmada- Si pudiera, te ayudaría. Pero no puedo acercarme ni tocarte.
- Y entonces... ¿Qué haces aquí?
- Escuché tu voz. Me llamabas. Por eso vine.
Ernesto levantó la cabeza y la miró. Era su hija, lo sabía. Tenía el mismo peinado de siempre y podía ver, claramente, la gruesa línea roja que rodeaba su cuello, como una gargantilla. De la línea roja salía gotitas de sangre, pero eso ya no lo afectaba como antes.
- ¿Aún te duele?- le preguntó Ernesto a su hija, por la herida.
- Ya no- le dijo la chica- desde que metí la cabeza en aquella gillotina, creyendo que no pasaría nada, ya no siento dolor alguno.
- Nunca debí llevarte a ese lugar. Hubieras estado en la universidad a estas alturas.
- Y tú no habrías perdido el empleo ni beber hasta emborracharte.
Los dos bajaron la cabeza. Al final, no sabían quién sufría más en esta situación, si el vivo o la muerta.
- Debo irme. Llegó mi hora- dijo la chica.
Le dio la espalda y atravezó la pared. Ernesto, al encontrarse solo, miró la cerveza que no terminó de beber. Lo arrojó a un rincón y se fue a dormir.

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